A las 24 horas de vida
por Sergio Parra
Recuerdo la que
posiblemente fue mi primera experiencia empática profunda (aunque puede que el
transcurso del tiempo haya distorsionado el recuerdo). Debería tener tres o
cuatro años de edad. Jugaba en el comedor con un barco pirata que mis padres me
habían regalado hacía poco. Estaba solo: mi madre estaba en la cocina. Y
entonces, de pura torpeza, rompí un mástil del barco.
De repente no pensé en
que había roto mi juguete, ni siquiera pensé en mi torpeza. En lo único que
pensé, y que me sumió en una tristeza abisal, fue en el hecho de que mis padres
me habían reglado ese juguete a pesar de que en casa planeaba la idea de que no
había demasiado dinero. Sentí el dolor que mis padres podrían sentir en cuanto
advirtieran mi estropicio. Me puse a llorar desconsoladamente.
La empatía es la
capacidad de ponerse en la piel del otro. El término deriva de la palabra
alemana Einfühlung, acuñada por Robert Vischer en 1872 y empleada en estética
alemana: se refiere a cómo proyecta el observador su sensibilidad en un objeto
de adoración o contemplación.
El filósofo e historiador
Wilhelm Dilthey tomó ese término de la estética para aplicarlo a describir el
proceso mental de entrar en otra persona, mediante una suerte de telepatía,
para acabar sabiendo cómo siente y cómo piensa. En 1909, el psicólogo
estadounidense E. B. Titchener tradujo Einfühlung a una nueva palabra inglesa,
empathy.
El origen biológico de la
empatía son las neuronas espejo, descubiertas a principios de la década de 1990
por un grupo de científicos dirigido por Giacomo Rizzolatti, aunque no llegaron
a comprender plenamente el hallazgo hasta varios años más tarde.
Es decir, que nacemos con
la capacidad de empatizar de serie. De hecho, algunas teorías apuntan a que
nuestra inteligencia creció tan vertiginosamente debido precisamente a esta
capacidad: al poder adivinar cómo se siente el otro (y en consecuencia sus
intenciones), eso obligaba al otro a emplear sutilezas y otras estrategias para
que no se descubrieran sus posibles intenciones aviesas.
A su vez, el primero
debía tratar de descubrir el teatro, y el teatrero debía enmascarar mejor su
actuación. Así sucesivamente. En un continuo juego de inteligencia maquiavélica
entre la capacidad de ver en la otra persona, sentir lo que ella siente,
sospechar que quizá no siente lo que creemos que siente, etc.
Un mono recién nacido imita a una persona que saca la lengua |
La empatía es una
cualidad propiamente humana (aunque no hace mucho que los biólogos han
comenzado a descubrir manifestaciones conductuales primitivas de la empatía en
muchos mamíferos).
¿A qué edad se desarrolla?
La empatía está tan
integrada en el cableado de nuestro cerebro que nace desde el primer o segundo
día: los bebés de apenas 24 horas ya pueden reconocer el llanto de otros bebés
y ponerse a llorar, una respuesta que se conoce como ansiedad empática
rudimentaria, tal y como se señala en Empathic Distress in Newborns, de Sagi y
Hoffman (1976).
Con todo, la verdadera
extensión empática aparece entre los 18 y 24 meses de edad, cuando el niño
empieza a desarrollar una sensación de sí mismo y de los demás. Tal y como
señala Jeremy Rifkin en su libro La civilización empática:
En otras palabras, el
niño no puede sentir la condición de los demás como si fuera suya y responder
de la manera adecuada hasta que es capaz de entender que los demás existen como
seres separados de él. Como señalan varios estudios, los niños de 2 años de
edad suelen conmoverse cuando ven sufrir a otro niño y se acercan a él para
darle un juguete, abrazarlo o llevarlo a su madre para que lo consuele. La
medida en que la conciencia empática se desarrolla, se amplía y se hace más
profunda en la infancia, la adolescencia y la edad adulta depende de la
experiencia inicial con los padres (lo que los psicólogos llaman apego) así
como de los valores y la visión del mundo de la cultura en la que crecemos y de
los posibles contactos que establecemos con otros.
fuente: www.m.xatakaciencia.com
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