lunes, 3 de julio de 2017

El drama del trastorno de apego y cómo afecta a los niños adoptados y a sus familias


Cuando Inés siente mucha ansiedad y entra en crisis se queda ciega. Es una ceguera psicosomática que luego se la va pasando poco a poco, pero no del todo. Este es solo uno de los muchos síntomas que durante meses de angustia ningún médico supo explicar.
Ahora que Carmen Ojeda se ha informado mucho y puede mirar atrás y atar cabos, se da cuenta de que en realidad su hija Inés, que hoy es una adolescente, mostró desde los dos años claros síntomas de un trastorno que entonces era desconocido, pero que con la pubertad explotó y revolucionó su vida y la de todos a su alrededor.
Pero, a pesar de toda la atención y el cariño, ni Carmen, ni los profesores, ni los psicólogos, ni los médicos que atendían a Inés supieron identificar el trastorno reactivo del vínculo que padecía, que todavía tiene y con el que seguramente tendrá que convivir toda su vida.
Comúnmente se conoce como trastorno de apego y se estima que afecta al 2% o 3% de la población general. Pero en el caso de los niños adoptados que vivieron en un orfanato más de seis meses ese porcentaje varía entre el 24% y el 32%, dependiendo del tiempo que pasaron institucionalizados.

"Una explosión bestial"
Inés, que hoy tiene 16 años, pasó los primeros dos de su vida en un orfanato de Bulgaria. Cuando su madre Carmen la recibió "tenía dos años, pero una talla y un peso de un bebé seis meses", le contó a BBC Mundo. También tenía hematomas y heridas "en carne viva" por haber estado con el pañal sucio durante mucho tiempo, recuerda la madre, de Valencia, España.
Durante la niñez y su paso por la escuela de primaria Inés fue mostrando progresivamente dificultades de aprendizaje y problemas para establecer amistades, algo que los especialistas explicaron con un diagnóstico relativamente común, un trastorno por déficit de atención con hiperactividad, y que abordaron entre los 7 y los 11 años con un tratamiento psicopedagógico. Pero nada los preparó para lo que vino después.
"A los 11 años hubo una explosión. Fue bestial, absolutamente inmanejable", recuerda Carmen.

"Como un animal en pánico"
"Yo la dejaba a las 8:30 en el colegio todos los días sabiendo positivamente que a media mañana me iban a llamar diciéndome que Inés estaba en crisis y que debía ir a buscarla de urgencia", cuenta Carmen.
La mínima contrariedad desencadenaba en Inés "un estado de destrucción masiva" que hacía que tirara pupitres, armarios o rompiera el mobiliario escolar y los profesores acabaran teniendo que desalojar la clase. "Varias veces tuvieron que llamar a una ambulancia para que vinieran a pincharle un valium".
Cualquier cosa podía desatar estas crisis: que un niño le quitara un lápiz o que no hubiera el color que quería en la caja de pinturas. Y luego Inés no se acordaba de nada. "En agresividad era como un animal absolutamente en pánico. Pesaba solo unos 35 kg., pero era capaz de desplegar una fuerza nerviosa bestial que hacía que no hubiera forma humana de reducirla".
"Esto fue a diario, a diario, a diario...".
"Y nadie sabía qué le pasaba".

El origen, en los primeros meses de vida
Cuando Carmen logró entender lo que le pasaba a su hija, Inés ya tenía 12 años. Fue después de que alguien en el colegio le hablara por primera vez del trastorno de apego. "Y ahí me fui corriendo como una loca a comprarme todos los libros que pudiera encontrar para informarme".
"El diagnóstico suele ser muy tardío", le dijo a BBC Mundo la doctora Gemma Ochando, pediatra y especialista en psiquiatría infantil. "Este es un trastorno que no se entiende bien, que muchos doctores todavía desconocen y cuyos síntomas coinciden con otros cuadros", explica la pediatra.
Con frecuencia coincide o se "enmascara" con otros problemas, como el trastorno por déficit de atención e hiperactividad o el síndrome del alcoholismo fetal, sobre todo entre los niños procedentes de Europa del Este, de países como Rumanía, Rusia, Ucrania o Bulgaria, donde el consumo de alcohol durante la gestación es muy prevalente, según Ochando. "Así que es muy difícil de diagnosticar".
El trastorno de apego tiene su origen en los primeros seis meses de vida, "que son fundamentales para el establecimiento de un vínculo afectivo adecuado", explica la experta, que lidera la Unidad del Niño Internacional en el Hospital Universitario La Fe de Valencia.
Esta unidad fue creada en 2008 a raíz del auge de adopciones internacionales en España, que en 2004 alcanzó su punto más álgido con la llegada de más de 5.500 menores y situó al país en la segunda posición mundial después de Estados Unidos.
Por la unidad de la doctora Ochando han pasado ya más de 300 niños. La mitad suelen ser recién llegados. El otro 50% son niños adoptados ya hace años que acuden con distintos problemas, entre ellos hiperactividad, dificultades de aprendizaje, socialización o comportamiento.

Familias al límite
"Durante los primeros seis meses de vida es cuando el niño aprende a tener confianza y seguridad en el adulto que lo cuida", explica la doctora Ochando. "El niño llora porque tiene una necesidad fisiológica (hambre, frío, sueño, molestia, etc.), y la persona que lo cuida lo atiende en lo que necesita". Si eso no sucede, con el tiempo aparecen los síntomas de un trastorno de vínculo.
"La vida de Inés en esos primeros dos años en el orfanato fue muy difícil, lo cual explica el trastorno", explica Carmen ahora que conoce bien la condición de su hija. En realidad, Inés sí logró establecer un vínculo afectivo fuerte con su madre: "yo soy como su tabla de salvación", dice Carmen. Pero cuando Carmen no está cerca, Inés se siente insegura y cualquier contratiempo dispara su nivel de ansiedad a niveles incontrolables. Otros niños con trastornos afectivos más extremos nunca llegan a generar ese vínculo con ninguno de los padres adoptivos. "El niño no busca el consuelo en los cuidadores y tampoco se deja consolar por ellos", describe la doctora Ochando. "Con frecuencia hay un rechazo de cariño, de besos o de contacto físico".
Para sobrevivir a este trastorno "los padres tienen que ajustar la expectativa que tenían sobre tener un hijo, porque el hijo a lo mejor no responde a la necesidad afectiva que tienen los padres". Y por eso en algunas ocasiones el trastorno de apego acaba frustrando las adopciones.

Adopciones frustradas
"No es habitual ni frecuente", matiza la doctora, pero "sí que hemos visto varios casos en los que el trastorno no se puede llegar a tratar, la relación en casa no es sostenible y los padres tienen que dejar al niño en una institución".
Aunque no hay cifras concretas al respecto, Benedicto García, coordinador general de CORA, Coordinadora de Asociaciones de Adopción y Acogimiento, que agrupa a 24 asociaciones en España, admite que cada vez se están viendo más casos de adopciones frustradas como resultado de "una situación traumática en la familia que no se puede reparar". Según García, suelen ser situaciones muy complejas que pueden involucrar agresión, violencia o incluso vejaciones y que tienen un impacto traumático para la familia, tanto para la pareja como para el niño y los hermanos.
Ahora se ven más casos porque muchos de los niños adoptados a principios de la década de 2000 están llegando a la adolescencia, cuando afloran muchos problemas relacionados con la identidad y con trastornos como el del apego. Cuando la ruptura del vínculo afectivo no se puede reparar, incluso después de una institucionalización temporal, algunas familias adoptivas acaban cediendo la tutela del niño a los servicios de protección de menores.
Carmen, que tuvo que pedir ayuda psiquiátrica para su hija, admite que en los peores momentos de las crisis de Inés, cuando tenía que lidiar a diario con ambulancias e inyecciones de Valium, llegó a cuestionarse si no habría cometido un "enorme error" al adoptar a su hija. "Te sientes muy culpable y no puedes evitar pensar que los problemas vienen por algo que tú hiciste". Pero nunca pensó en renunciar a su tutela.

Ver los síntomas a tiempo
Una de las prioridades de la Unidad del Niño Internacional de Valencia es precisamente hacer que las nuevas familias adoptivas estén atentas a los potenciales síntomas del trastorno, que pueden ser visibles desde los 18 meses. "El niño suele mostrar un comportamiento inhibido, como retraído hacia las personas que lo cuidan".
"La familia suele notar que el niño no te mira a los ojos cuando habla, que está más ansioso en los momentos de separación de los padres y a veces tiene conductas de automecimiento, y pueden llegar a golpearse con objetos o con la pared al mecerse a sí mismos", describe la doctora. "Tienen una interacción social mínima con episodios de irritabilidad, tristeza o miedo en todo lo que está relacionado con la relación con los otros", añade.

Se puede prevenir
Cuando el trastorno se identifica a una edad temprana se pueden seguir distintas estrategias para "hacer que el niño se sienta seguro en el entorno en el que está", dice la doctora. "En los menores de 3 años hay que hacer un estímulo neurosensorial, regular horarios y establecer rutinas diarias, promover el contacto piel con piel y ser amables, pero firmes: el niño debe saber que la persona de seguridad es la persona adulta que lo cuida", recomienda la pediatra. "Con el trabajo preventivo se puede conseguir que los niños no desarrollen los síntomas de trastorno de apego o que mejoren su estado", comenta.
De hecho, Ochando dice que gracias a la prevención en su clínica han conseguido reducir la incidencia del trastorno a un 6 o un 7% de los niños consultados, una cifra mucho menor que la de la franja de 24% a 32% que se estima entre los menores que pasaron los primeros meses y años de vida en un orfanato.

"Siempre va a tener dificultades"
El trastorno del vínculo "es algo que si no se soluciona en la infancia va a convivir con la persona toda la vida", dice la doctora Ochando. En la edad adulta tendrán problemas en las relaciones con los compañeros, y dificultades para expresar afectividad, socializar o encontrar pareja.
Al final Inés dejó de ir al colegio a los 12 años. Empezó a recibir escolarización en casa y con el tiempo descubrió en un centro hípico su amor por los caballos, algo que le apasiona y le dio un entorno en el que sí pudo ir creando poco a poco un grupo de amigas.
Ahora, con 16 años, Inés sigue yendo a terapia "obligada" por su madre. No colabora mucho en las sesiones, pero según Carmen eso es porque emocionalmente es aún muy inmadura. "Siempre va a tener dificultades, siempre va a ser un poco inestable", admite la madre al pensar en el futuro y en las perspectivas de que consiga un trabajo o una pareja, pero Carmen confía en que "el día en que se haga cargo de lo que le pasa" todo irá mejor.
"Yo estoy contenta porque veo que ella progresa", dice. "Cuando ella está tranquila, en sus entornos, es una niña completamente normal".

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