Cuando un niño carece de una
familia afectuosa y protectora, que le entregue confianza en el mundo y en sus
propias habilidades para habitar en él, se ve expuesto a perder la oportunidad
de desarrollarse en todo su potencial; algo en él se daña y requiere ser
reparado.
No es fácil hablar de
“reparación” cuando nos referimos a un ser humano con toda su complejidad
psicológica, porque entendemos que no basta con poner las piezas como estaban
para que vuelva a ser como era. Si hay un daño, ya nunca volverá a ser el
mismo.
Entonces, si la carencia está
presente en su vida y no podemos borrarla ¿qué debemos hacer con ella? No tiene
que desanimarnos la imposibilidad de cambiar su pasado, sino centrarnos en
entender lo que está viviendo y sus necesidades actuales. Eso guiará su proceso
de reparación en el que podremos participar, particularmente si tenemos el
privilegio de ser sus padres.
Los niños expuestos a
condiciones adversas y de amenaza por maltrato o abandono, por institucionalización
prolongada o falta de una figura estable, requieren de todos a su alrededor
para recuperar la confianza en sí mismo y en los demás. La tarea comienza desde
que es separado de su familia de origen, pero no termina cuando se integra a su
familia adoptiva, sino que serán los nuevos padres los principales tutores de
su recuperación.
Lo que un niño en estas
circunstancias ha perdido es la confianza, y requiere que se le ofrezcan
condiciones de seguridad en base a un vínculo estable y predecible, en el que
prime el afecto incondicional y la fe en él.
Este proceso se inicia en
cuanto llega a la institución donde cuidarán de él, con un equipo profesional y
técnico con quienes podrá establecer una relación con adultos basada en el
respeto y la honestidad. Y es que algo fundamental para niños que sufren la
pérdida de sus familias, es otorgarles un espacio de vinculación confiable y la
posibilidad de rescatar su historia. Es este proceso que abre la senda a la
experiencia reparadora. Pero los profesionales, las instituciones o un sistema
de colocación familiar transitorio, no pueden ofrecerle la estabilidad e
incondicionalidad del vínculo afectivo que sólo se encuentra en la propia
familia. Con ellos podrá vincularse y lograr una relación de apego que le dé la
posibilidad de recuperar aquello que ha perdido en su vida.
Es entonces cuando el niño
podrá recobrar la confianza, la seguridad y el afecto, ya que lo más difícil de
recuperar es el aspecto socioemocional del niño, su capacidad de apego, y ello
será posible en el contexto de acogida y calidez de su familia definitiva.
Cuando se sienta seguro, podrá aceptar e integrar su pasado, porque será
aceptado y querido con su historia, y ésta dejará de ser una amenaza para él,
un fantasma que se le aparece cada vez que sueña con cambiar su vida.
Por ello, una terapia puede
ofrecer una experiencia preparatoria, basada en un encuentro íntimo con un
vínculo real y profundo, pero el contexto de seguridad emocional incondicional
y desinteresada se lo brindarán sus padres. Es en casa donde contará con
alguien que lo ayude a curar sus heridas hasta que cicatricen.
Las heridas del alma duelen más
y son más difíciles de sanar, porque no se ven a simple vista y se tienden a
ocultar a ojos de los otros, hasta llegar a quedar ocultas para uno mismo.
Recientemente leí en las redes sociales que las despedidas más
dolorosas, son esas que no tienen explicación. Los niños necesitan
comprender su historia y merecen una explicación, para tener la oportunidad de
sanar sus heridas. Esto le permitirá aceptar que forme parte de su vida y pueda
mirar con tranquilidad su cicatriz, incluso con orgullo, porque forma parte de
quién es y le ha permitido forjarse a sí mismo en un mundo que pone obstáculos,
pero también ofrece oportunidades para superarlos.
Ya nunca volverá a ser el
mismo, porque puede llegar a ser mejor.
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