Hoy vivimos en una
sociedad que celebra la diversidad y busca inculcarla en la educación de los
niños. Los padres la promovemos como un valor importante a nuestros hijos, sin
embargo, actuar consecuentemente no siempre resulta sencillo. En este contexto
es que surge el concepto de “niños con necesidades especiales”, el que hace
referencia a quienes requieren de un apoyo especial en su desarrollo, una ayuda
adicional permanente debido a dificultades médicas, emocionales o de
aprendizaje, a diferencia de aquellos que no la precisan o sólo la necesitan
circunstancialmente.
En adopción, el término se aplica a aquellos niños
que debieran presentar algún grado de dificultad en su adaptación a la familia
adoptiva, según lo que resulta esperable, ya sea porque han sido adoptados más
grandes, y tienen experiencias y recuerdos de una vida familiar y/o de
institucionalización, la que les ha permitido construir su mundo y éste no
calza con el que le ofrece su familia adoptiva, requiriendo de un periodo de
ajuste mayor, proporcional a su edad o a la intensidad de sus vivencias
previas; o porque constituyen un grupos de hermanos, que muestran una cohesión
entre ellos y requieren abrir esta intimidad familiar para integrar en ella a
los padres adoptivos; o porque presentan discapacidad física o mental, o una
enfermedad que requiere de cuidados específicos y permanentes.
Pero el concepto de
necesidades especiales puede resultar algo ambiguo, ya que muchos otros niños
requieren de atención especializada. Es común encontrar trastornos atencionales
y de aprendizaje asociados a la adopción, que suelen atribuirse a un embarazo
conflictuado y al estrés para el niño durante el período prenatal, y quién sabe
si otros factores postnatales también intervienen. Más aún, todo niño adoptado
convive con la carga del abandono, que resulta una impronta significativa en su
vida y la de su familia, y representa algún grado variable de carencia
afectiva.
Bajo esta perspectiva,
podríamos concluir que todo niño adoptado presenta necesidades especiales, con
lo que riesgosamente se refuerza su diferencia respecto de los demás. Pero, ¿no
es todo niño diferente de los otros? Más aún, ¿no es cada niño especial?
Al parecer no estamos comprendiendo bien lo que significa ser especial.
Utilizamos el concepto “tolerancia” para mostrar nuestra apertura a la
diversidad, como si ello significara que estamos brindando al otro diferente la
oportunidad de incorporarse y ser uno más, cuando el concepto que debiera guiar
esta evolución social es el de “aceptación”; no sólo consiste en tolerar al
otro, sino aceptarlo tal cual es, respetándolo en su diferencia y entendiendo
que es ésta la que nutre nuestra sociedad en la diversidad.
Erich Fromm, en su
clásico libro “El arte de amar”, transmite la idea que al conocer al otro sólo
podemos amarlo, y que sólo rechazamos a quien no conocemos y carecemos de los
elementos para comprenderlo. Al conocer y aceptar a nuestro hijo, rompemos el
modelo que impone la perspectiva adulta respecto de qué esperar de los niños,
acogiéndolo a él y no a nuestras expectativas de él. Es entonces cuando el tono
de su piel, el color de sus ojos, sus habilidades y destrezas, sus dificultades
y limitaciones, su edad, su historia y su origen , son sólo datos de la persona
a quien recibimos como hijo o hija, a quien aprendemos a amar por lo que es y
no por lo que queremos que llegue a ser.
Así, la parentalidad debe guiarse, más que
por lo que esperamos de nuestros hijos, por lo que esperamos ser como padres.
Ello implica no forjar la expectativa de que se adapte a nosotros, sino
ofrecerle adaptarnos a sus necesidades, escucharlo, entenderlo y por sobre todo, responder a lo que requiere para sentirse seguro de nosotros, de sí mismo y del
mundo. Si “necesita especialmente” algo, se lo daremos, porque lo aceptamos con
sus fortalezas y sus carencias, porque él lo necesita para llegar a ser en todo
su potencial.
Psicólogo Clínico Infanto-Juvenil
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