Francisca González (37) dio su
testimonio ante la Comisión de Salud del Senado que ayer aprobó la idea de
legislar sobre el proyecto de aborto en tres causales. Ella vivió en carne
propia dos posturas antagónicas: la pro-vida, cuando con siete meses de
embarazo le diagnosticaron que su hija venía con una malformación al corazón
gravísima y se aferró a las mínimas esperanzas que le dieron; la niña murió 13
días después del parto. Y la pro-elección, cuando en un siguiente embarazo supo
que la guagua venía con anencefalia, una condición incompatible con la vida, y
decidió interrumpir el embarazo. En este testimonio dice: “todas las vivencias
tienen un contexto”.
“Me llamo Francisca González. Soy
socióloga, pero no estoy acá por mi experiencia laboral o mi ideología. Vengo a
hablar desde mi realidad. Tengo 37 años, estoy en pareja desde hace ocho. Soy
mamá de un niño maravilloso de 3 años, Lucas. También soy mamá de una pequeñita
que solo vivió 13 días. Y soy una mujer que pudo optar por interrumpir su
embarazo a las 12 semanas. Todas las vivencias tienen un contexto, un
correlato, una historia. Muchas veces los hechos sueltos no se entienden por sí
solos”.
Así partió su relato, el 18 de agosto
pasado, Francisca González ante la Comisión de Salud del Senado. Llegó al
Congreso con un escrito de tres carillas que preparó con anticipación y leyó
con un poco de nerviosismo ante la senadora Carolina Goic (DC) y el senador
Francisco Chahuán (RN) que integran la Comisión y estaban presentes. Los otros
tres integrantes no asistieron ese día. Antes, les había mandado una carta a
los senadores, pero ninguno le había contestado. “Quería que me escucharan.
Quería ser un aporte. Sentía y siento
que tengo algo que decir”, dice ahora, sentada en un luminoso departamento
cerca de la Plaza Ñuñoa, donde vive con su marido y su hijo. Y agrega: “Cuando
has pasado por lo que yo pasé, cuando has sido parte de esas causales que están
en el proyecto, te das cuenta de que hay mucho estigma, mucho prejuicio cuando
se discute sobre el aborto. Y son situaciones doloras y difíciles. El mensaje
que quise dar, mi argumento, es la justicia social. Me pesa sentir que me salvé sola porque tuve
los recursos para pagar un aborto seguro. No estoy tranquila con eso. Esa es mi
razón para compartir mi testimonio”.
“En febrero de 2015 yo tenía siete meses de
embarazo. Veníamos llegando de las vacaciones en Uruguay, donde lo habíamos
pasado increíble. Estaba bronceada, con mi guata redonda. Me sentía bien,
contenta. Vine con mi marido a Santiago –vivíamos en La Serena– a controlar mi
embarazo. Me hice una ecografía. Y la doctora que me atendió empezó a hacerme
muchas preguntas; me dijo que necesitaba ver las ecografías anteriores. Le
pregunté qué pasaba. Me dijo que no le veía el corazón a la guagua. Le pregunté
si lo iba a poner en su informe y me dijo que sí. Una hora después tuve
consulta con mi ginecólogo que ya estaba enterado de la situación y me explicó
que iba a ser necesario hacer una nueva ecografía con un especialista para
descartar una malformación al corazón. Me quedé helada. Era viernes y la
próxima ecografía sería el lunes. Pasamos un fin de semana del terror. Cuando
llegó el lunes nos hicimos el examen. Pato, mi marido, es kinesiólogo, entonces
el doctor se dirigió a él y le explicaba todo con una terminología médica. Yo
entendía poco, pero miraba a Pato y veía el terror en su expresión. ‘Me siento
mal, me voy a desmayar’, dijo de repente. Lo único que yo retuve de esa
conversación fue que la Trini, la hija que estábamos esperando, no tenía el
lado izquierdo del corazón, donde se desarrolla la aorta. Fue un shock”.
“¿Qué haces con tu vida cuando recibes una
noticia así? ¿Cómo sigues adelante? ¿De qué te agarras? En nuestro caso, de esa
ínfima posibilidad de la que nos habló el médico. El diagnóstico de la Trini
era hipoplasia del ventrículo izquierdo, una de las cardiopatías congénitas más
graves. Tiene mal pronóstico, porque necesita muchas cirugías reconstructivas y
a la larga un trasplante de corazón. Pero al menos había una posibilidad,
aunque fuera remota. Y en eso nos enfocamos. Nos trasladamos a Santiago y nos
instalamos en la casa de mis papás. Yo iba a controles médicos más seguidos y
seguía una vida normal; estaba con Lucas, que entonces tenía 2 años, lo llevaba
a la plaza. Cuando estaba sola, trataba de conectarme con la Trini. Le hablaba
a la guata, le decía que teníamos que tener ánimo y ser valientes. Enfrenté los
últimos dos meses de embarazo sabiendo que se venía algo muy duro. Iba a la
sicóloga, tomaba flores de Bach. Intentaba ser fuerte y no desmoronarme. La
Trini nació el 26 de abril del 2015 por parto normal. Un parto precioso. Al
verla, era tan linda; nada en ella indicaba que tenía algún problema. Pude
tenerla diez minutos en brazos antes de que se la llevaran a la UCI; de ahí no
salió más. Estaba en una cunita temperada conectada con mangueras y tubos. Pato
y yo nos sentábamos a su lado y le acariciábamos sus manos. Le sacamos una foto
para que Lucas, que no podía entrar a la UCI, conociera a su hermana. ‘Está
enferma, por eso estamos tanto con ella en el hospital’, le dijimos a nuestro
hijo. A la semana de nacida vino el dilema: si operarla o no. El equipo médico
estaba dividido. Era tan grave la malformación de la Trini que una parte de los
médicos pensaba que no valía la pena operarla, porque con operación o sin ella
moriría igual. No podía creer que le negaran esa posibilidad. Nosotros
queríamos que nuestra hija viviera y se salvara. Finalmente Pato y yo tomamos
la decisión: había que intentarlo. La Trini resistió la operación. Pero tres
días después falleció. Mi marido estaba con ella cuando le dio un paro
cardíaco. Me avisó de inmediato. Alcancé a llegar y asistir a sus últimos
minutos de vida. Un momento durísimo. Recuerdo que cuando llegamos a la casa,
con Pato le dijimos a Lucas, que la hermanita había muerto. Y él, con sus 2 años, nos abrazó y nos dijo:
‘ahora vamos a estar juntos los tres’”.
Fotografía: Alejandro Araya |
“El 26 de septiembre de 2015 con Pato
nos casamos. Antes solo convivíamos. Pero tomamos la decisión de casarnos, en
una ceremonia chiquita con los amigos, para sellar la unión que la vivencia de
la Trini nos había dejado. Ese día debía llegarme la regla, pero no me llegó. A
los días noté que tenía un atraso: estaba embarazada. Nos tomamos con cautela
ese embarazo. A Lucas no le dijimos nada. En diciembre, cuando tenía 12
semanas, me tocó hacerme la segunda ecografía. Fui con Pato y nos dieron el
diagnóstico: anencefalia, un defecto congénito grave en el desarrollo del
sistema nervioso que es incompatible con la vida; es una guagua sin cerebro. No
lo podíamos creer. Era demasiado. Con Pato estuvimos de acuerdo: no íbamos a
pasar de nuevo por el mismo sufrimiento. No tenía sentido además, porque esta
vez no había ni una esperanza de que esa guagua viviera. Decidimos abortar.
Pero entonces nos asaltaron tantas preguntas: ¿Dónde? ¿Con quién? ¿Cuánto
cuesta algo así? Nos movimos rápido. Mi abuela sabía de un doctor que al
parecer hacía abortos y lo fui a ver, acompañada de mi marido y mi mamá. Le
conté todo lo que había vivido en mi embarazo anterior y lo que me estaba
pasando ahora; le dije, además, que quería interrumpir el embarazo. Fue muy
frío y me dijo: ‘usted sabe que aquí no es legal’. Me sugirió comprar pastillas
de misopostrol, advirtiéndome que en el mercado negro eran falsas. ‘Tómese
tres’, me dijo, sin darme mayores indicaciones. Le comenté que habíamos pensado
viajar al extranjero a algún país donde pudiera ser legal abortar. ‘Si quiere
ir a pasarlo chancho, vaya. Pero acá también se puede hacer’, me respondió.
Salí mal de ese encuentro. Mi marido me dijo: ‘no nos merecemos esto’ y
entonces empezamos a barajar otra alternativa. Unos amigos que viven en un país
donde puede hacerse un aborto legalmente, pero que prefiero no nombrar, nos
ayudaron. Nos pusieron en contacto con un doctor que tuvo un trato muy
distinto, muy profesional. Le mandé la ecografía. Me hizo muchas preguntas de
orden médico. Fue acogedor respecto a todo lo que habíamos vivido y me explicó
con claridad los pasos a seguir. También me explicó que el procedimiento
costaba 3 mil dólares que mi papá me ayudó a pagar; nosotros no teníamos esa
suma, yo ni siquiera uso tarjeta de crédito. Tres días después de conocer el
diagnóstico de anencefalia estaba tomando un avión junto a mi madre para
interrumpir ese embarazo”.
“Hay varias reflexiones que me han dado
vueltas después de haber vivido todo esto. La primera es que, en mi caso, el
aborto no fue una experiencia traumática como suele pintarse. Es muy probable
que esta sensación tenga que ver con que se hizo de manera segura, con un
doctor amable, que me explicó todo y estuvo siempre pendiente de mí, en una
clínica linda y limpia, en una situación muy poco agresiva, muy lejos de ese
halo clandestino, de algo feo o sucio que suele dársele en Chile. No sentí
culpa. Sí un poco de nervios cuando tomé la decisión. Pero estaba muy segura.
La guagua que esperaba venía con anencefalia, una condición incompatible con la
vida; es decir, no había ninguna esperanza de la que agarrarse. Nada. Y yo ya
había tenido esperanzas antes, en el embarazo de la Trini, me había aferrado a
esa mínima esperanza que me habían dado, había luchado, había sufrido. Yo
quería que esa hija viviera. Pero murió. Entonces, creo que ambos hechos son
inseparables. Quizás si no hubiera vivido lo de la Trini, no habría tenido
tanta claridad en que esta vez quería interrumpir el embarazo. No lo sé. Sí
tengo claro que fue importante haber podido elegir qué hacer. Y ése es el
mensaje que llevé a la Comisión de Salud del Senado cuando fui a dar mi
testimonio: lo injusto que son las cosas hoy, porque me pesa sentir que me
salvé porque yo, o más bien mi familia, tenía esos 3 mil dólares para pagar un
aborto seguro en otro país. No estoy tranquila con eso. Yo soy socióloga,
trabajé en un Techo para Chile, he visitado muchos campamentos. Entonces pienso
en esas mujeres que conocí en La Chimba de Antofagasta o en El Hoyo de Pudahuel
que pueden estar viviendo alguna de las tres causales que detalla el proyecto
de aborto, pero no tienen los recursos para viajar a otro país a interrumpir su
embarazo. Eso me parece doloroso e injusto. Yo soy mamá. Me gusta la familia.
Los niños. Y en un futuro me gustaría tener otro hijo, darle un hermano a
Lucas. Pero aún no me atrevo. Me da miedo. Si alguien pudiera asegurarme que va
a salir todo bien, hoy mismo me embarazaría”.
fuente:www.paula.cl
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